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Las tiendas de comercio del siglo XIX

Ricardo de Montis, cuenta en otra de sus Notas Cordobesas, cómo eran las tiendas a mitad del siglo XIX y el comercio. Trabajo duro, ayer, hoy y siempre.

Las tiendas de comercio del siglo XIX

Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX las tiendas de comercio eran en Córdoba tan escasas como modestas; solo abundaban las especierías, almacenes en miniatura de toda clase de artículos, y las almonas.

La mayoría de las tiendas hallábase en los alrededores de la plaza de la Corredera, por estar allí el principal mercado de la población y en sus inmediaciones las posadas, paradores y demás casas en que se albergaban los forasteros.

En dicha plaza fue instalado uno de los establecimientos que adquirieron más rápido desarrollo y llegaron a tener más importancia en nuestra capital; el primero de su clase, cuya fama se extendió no sólo por los pueblos de nuestra provincia sino por las capitales limítrofes: nos referimos a la Fábrica de Cristal.

Un hábil hojalatero se asoció con un extranjero que accidentalmente se encontraba en Córdoba y, enseñado por éste, empezó a hacer objetos de vidrio; estableció una tiendecilla para venderlos, en unión de los efectos de hojalata, entre los que sobresalían unos adornos repujados, los cuales llegaron a ser indispensables, como elementos decorativos, en todas las casas modestas y, en virtud de que prosperaba el negocio, lo amplió poco a poco, no limitándose ya a los mencionados artículos; trajo efectos de loza, quincalla, bisutería, cuadros, estampas, juguetes y ota infinidad de objetos, y logró montar una tienda magnífica den gran parte del local que hoy es mercado Sánchez Peña.

 

Las tiendas de comercio del siglo XIX

La Fábrica de Cristal estaba constantemente llena de público desde las primeras horas de la mañana hasta las once de la noche que permanecía abierta.

No sólo todo el vecindario de Córdoba sino muchos habitantes de los pueblos acudían allí a comprar y hasta de Sevilla y Málaga venían personas para adquirir muchos artículos que no encontraban en aquellas poblaciones.

Como el repetido establecimiento, apear de ser muy ámplio [sic], resultaba ya pequeño para el enorme negocio que en él se desarrollaba, su dueño, el señor Cruz, instaló otro en la calle de la Librería.

Este, presentado con más lujo que el primitivo, obtuvo la predilección de la buena sociedad, y aquel fué siempre, aún después de instalados muchos análogos; la tienda favorita del pueblo cordobés y la más popular de cuantas ha habido en nuestra población.

De la legión de dependientes que desfiló por ella muchos se establecieron con igual comercio y no pocos lograron popularizar también sus tiendas creándose una buena posición como los hermanos Morón, Jiménez y otros.

Al lado de la primitiva Fábrica de Cristal, el hijo y sucesor de aquel hombre inolvidable que se llamó don José Sánchez Peña, completó la fábrica de fieltros instalada por su padre, montando una sombrerería, que llegó a ser la mis importante de la capital.

Las tiendas de comercio del siglo XIX

En las calles de Odreros, hoy Sánchez Peña, y de la Espartería estaban los establecimientos de tejidos. En la primera los que pudiéramos llamar de lujo, donde se expendían los paños finos, las sedas, terciopelo y sargas fabricados en Córdoba; en la segunda los almacenes de géneros destinados al pueblo, tales como los paños bastos para la ropa de la gente de campo, también hechos aquí; la bayeta amarilla para los refajos de las mujeres y las mantillas de los niños; el lienzo de San Juan para la ropa interior; el coco rameado para vestidos y delantales; las larguísimas fajas encarnadas; los pañuelos de sandía; los recios capotes de monte.

En las épocas en que los reclutas venían para incorporarse a filas, las fachadas de las tiendas de la calle de la Espartería presentaban un pintoresco aspecto; desde el alero del tejado hasta el suelo estaban llenas de las prendas que constituían, el que pudiéramos llamar uniforme provisional de los quintos, pues todos lo vestían hasta que les daban el de cuartel; tales prendas eran los bombachos azules, la blusa a cuadritos azules y blancos con pespunteado trapense; la gorra rectangular azul, con borla y vivos colorados y las alpargatas.

De los establecimientos de esta clase los más importantes y los que llegaron hasta nuestros días fueron los denominados de los Catalanes y la tienda de los Marines, en la que efectuaban sus compras las señoras aristocráticas.

Un hombre tan laborioso como el fundador de la Fábrica de Cristal, don Antonio Carrasco, instaló aquí el primer establecimiento de comestibles que perdió el carácter de la primitiva especería y obtuvo análogo éxito que el señor Cruz.

La nueva tienda, situada en la calle del Ayuntamiento y que continúa abierta, en la actualidad a cargo del señor Revuelto, logró desde el primer momento los favores del público y pudo decirse que todo Córdoba formaba su clientela, a la que el señor Carrasco, en unión de numerosos dependientes, atendía con solicitud, siempre afable, cariñoso, jovial.

Dicho comerciante amplió su negocio uniendo al almacén de comestibles una droguería, también la primera instalada en nuestra ciudad.

Después abrieron establecimientos análogos Miota en la calle del Paraíso, hoy Duque de Hornachuelos, Pacheco en la del Conde de Gondomar y otros.

En la calle de Carnicerías, hoy Alfaros, estaban las tiendas para la venta de sedas, siendo la más popular y antigua la denominada La Abulense, a la que acudían las señoras para comprar los hilos de todas clases y la mostacilla que destinaban a los bordados y los militares los galones y estrellas.

En la de la Zapatería, hoy Alfonso XIII, y en la plaza del Salvador, los establecimientos de calzado, con sus escaparates repletos de botas de cordobán y borceguíes para los hombres de campo.

En la calle de las Nieves, hoy también de Alfonso XIII, puesto que la de la Zapatería es una prolongación de aquella, encontrábamos la única tienda en que se expendían bebidas espirituosas, La Fama Cordobesa, cuya muestra llamaba la atención de las gentes sencillas, porque merced a una hábil combinación de listones pintados, se leían en ellos distintos letreros, según se la mirara, de frente, por el lado izquierdo o el derecho.

Frente a la plaza de las Azonaicas encontrábase la famosa confitería de Castillo, una de las más antiguas de esta población.

En la calle de la Librería, a la que dió nombre, se hallaba desde tiempo inmemorial, inmediata a la platería de Narváez, la Librería del Diario de Córdoba, única de esta ciudad; por lo que circulaba y aún circula de boca en boca la popular redondilla:

“Córdoba, ciudad bravía,

entre antiguas y modernas,

con más de diez mil tabernas

y una sola librería”.

En la calle de la Feria, hoy San Fernando, había establecimientos muy típicos de Córdoba: los destinados a la fabricación de cubos de madera y venta de aceitunas adobadas; las paragüerías y abaniquerías, instaladas en pequeños portales, y las cordonerías, cuyos operarios situaban el taller en plena vía pública, interceptando el paso por las aceras con tornos y otros artefactos del oficio.

En las calles de San Francisco y la Sillería, en la actualidad Romero Barros, estaban las principales platerías, aquellas platerías famosas por sus trabajos de filigrana, que no tuvieron rival.

Y, finalmente, en la calle de Armas, encontrábamos las tiendas de muebles modestos, mesas de pino barnizadas, arcones pintados de color azul, toscos catres y camillas, recias sillas de enea hechas en Cabra y otros por el estilo, únicos que se vendían entonces, porque hasta las familias más opulentas los utilizaban, reservando los estrados de caoba y damasco, perfectamente cubiertos con fundas blancas, para las grandes solemnidades.

En aquellos tiempos en que nadie hablaba de la jornada de ocho horas; ni pensaba en huelgas, ni había problemas sociales, las tiendas se abrían muy temprano y no se cerraban hasta muy tarde.

Durante los meses de invierno formábanse en ellas, por las noches, animadas tertulias en las que departían los dueños y dependientes de los establecimientos con sus parroquianos y nunca faltaba señora antojadiza ni hombre caprichoso que dejara de adquirir algún objeto de los de última novedad, pomposa y hábilmente encomiado por los comerciantes, aunque hubiere salido de su casa con su firme propósito de no gastar muchos cuartos.

Y los grandes quinqués de las tiendas y los reverberos de los escaparates iluminaban las calles céntricas de la población, hoy tristes, oscuras como un cementerio.

Es verdad que entonces estábamos en el siglo de las luces y hoy, apesar del progreso, nos hallamos en el siglo de las tinieblas y del hambre.

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